El ámbito provincial posee el privilegio de ilustrar de modo ejemplar la dinámica religiosa, un mestizaje que por otra parte parece resultar definitorio de la religión romana.
En una contribución de las características de la presente, las consideraciones teóricas y metodológicas poseen por sí solas entidad suficiente para llenar completamente el espacio del que se dispone para desarrollar la argumentación, por tanto, y a pesar de que puedan resultar en ocasiones excesivamente inconcretas, las páginas siguientes intentarán discurrir por los caminos de la teoría y los planteamientos metodológicos de tipo general.
Para ello resulta necesario comenzar planteando una definición
de religión romana que tenga en cuenta la diversidad estructural
de la misma.
1) LA RELIGION ROMANA: DIVERSIDAD, TOLERANCIA, CONSERVADURISMO E INTOLERANCIA
La religión romana resulta una amalgama de muy diversas influencias
que inciden sobre un trasfondo claramente indoeuropeo (común en
muchos casos también a latinos y otros itálicos), como demostró
G. Dum ézil (por ejemplo 1974, 76ss.) al comparar la mitología
historizada romana con la teología védica. Este carácter
mestizo y acumulativo provoca serios problemas a la hora de intentar definir
los rasgos identificadores de lo romano hasta el punto de que se puede
llegar a pensar que éstos no tienen verdadera entidad (Diez de Velasco,
1995b, 282-293 y 354, para una argumentación sintética más
detallada con las referencias bibliográficas principales). La interacción
progresivamente más compleja del estado romano con sus vecinos de
cada momento llevó tanto a la aceptación de novedades en
el ámbito de la religión como a la conservación de
caracteres muy arcaicos.
Dos influencias resultaron destacadas desde mediados del siglo VIII a.e., la etrusca y la griega, y marcan las características de la forma religiosa que los romanos exportan a los territorios provinciales. La tríada capitolina (formada por Júpiter, Juno y Minerva), que simbolizará al propio estado romano, modifica por influencia etrusca una fase teológica anterior; el carácter icónico de los dioses romanos principales (que provocará un profundo impacto en territorios provinciales célticos, por ejemplo) también parece surgir del contacto con Etruria, aunque termine utilizando vehículos de expresión artística de tipo heleno.
La fusión religiosa se consolidará por medio de un instrumento de primer órden, la interpretatio romana, consistente en mirar la teología ajena por medio de los instrumentos que ofrece la propia. Se trata de una opción que busca acercar, adaptar al lenguaje romano la realidad diferente, pero que termina modificando ambos parámetros en causa. En el caso de los dioses griegos, se tomaron caracteres y rasgos teológicos pero amalgamándolos con los que ya poseían las divinidades romanas interpretadas. Por ejemplo J úpiter se asimila a Zeus, Jun o a Hera, Min erva a Atenea, se les interpreta con los ojos prestados de la teología griega pero se mantiene su carácter triádico plenamente romano y completamente ajeno al pensamiento religioso griego.
Por otra parte, en su avance bélico caracterizado por la inclusión de los territorios conquistados en los límites cada vez más extensos del estado, los romanos emplearon una táctica ritual que llevó a incluir divinidades extranjeras entre las propias. Uno de los métodos rituales empleados es la evocatio, consistente en ganarse a los dioses de los enemigos por medio de la promesa de darles culto en Roma (vid. Macr. Sat. III,9,6). Este tipo de ceremonias previas a los enfrentamientos bélicos potenciaron la interpretación a la romana, por ejemplo, de dioses semitas: Melkart (patrono de Tiro en Fenicia o de Gades) fue nombrado como Hércules o Baal-Hamón (patrono de Cartago) como Saturno.
El tenor inconcreto de estas reflexiones sintéticas puede inducir al engaño de figurar la religión romana como maleable pero compacta. A pesar de poseer un sistema sacerdotal muy complejo y numeroso (en el que se amalgaman de modo ejemplar estratos muy diferentes que muestran el carácter también profundamente conservador de la religión romana), entre los romanos no se define un dogma cerrado de obligado acatamiento para todos. La religión romana presenta, por tanto, un carácter formalmente tolerante (que contrasta frontalmente con la intolerancia de la política militar y de dominio), que se materializa en una enorme diversidad en la práctica religiosa. Dependiendo no sólo del origen geográfico (por ejemplo romanos de Roma y romanos de provincias, provinciales de la zona occidental o la oriental) sino también del sociológico (senadores o caballeros frente a gentes sin linaje ni riqueza) y por supuesto cronológico, podemos definir un mosaico de creencias muy abigarrado.
Pero a pesar de lo dicho hasta ahora, en algunos casos las autoridades romanas actuaron de un modo radicalmente intolerante frente a ciertos cultos que ponían en peligro la estructura social o las bases del estado romano. Tal es el caso de la medida extrema contra las bacan ales que tomó el senado en el año 186 a.e., por la que prohibió la realización del culto a los romanos y sus aliados, o la que se tomó en época del emperador Claudio contra los dru idas galos al estimar que ponían en peligro el dominio romano. Las relaciones del estado romano con cristianos y judíos están marcadas también por etapas de profunda intolerancia, pero la causa no era de índole estrictamente religiosa. Los cristianos se negaban a dar culto al emperador (lo que equivalía a no aceptar el carácter divino del linaje del monarca, uno de los medios de demostrar el acatamiento al poder de Roma), los j udíos extremistas se negaban además a pagar los impuestos romanos. Ambas actitudes, que se justificaban en presupuestos religiosos (no caer en la idolatría o no aceptar más impuestos que los que se debían al dios de Israel), eran interpretadas por las autoridades romanas como un ataque contra el sistema y se desencadenaba una brutal persecución (se ponía en marcha el mecanismo militar intolerante de autodefensa del estado romano).
La posibilidad de una intolerancia religiosa que era capaz de manifestarse en los modos más violentos resulta pues una clave más a la hora de acercar una definición de la religión romana. Sin poder llegar a erigirlo en explicación infalible se dibujan dos ámbitos religiosos en los que, a la par, se definen dos grados de sensibilidad. En las prácticas personales, en la religión privada, la tolerancia es la tónica fundamental. En la religión oficial, si bien también la tolerancia potenció el mestizaje religioso, cabía una reacción por parte de las autoridades de índole intolerante cuando estimasen que ciertas actuaciones religiosas ponían en peligro la cohesión del estado.
Estas puntualizaciones generales resultan básicas para entender
los modos de actuación de los romanos en las provincias (y en especial
en las provincias hispanas).
2) LA RELIGION PROVINCIAL: DISCUSION SOBRE EL CONCEPTO
La máquina romana de conquista, al controlar ámbitos
geográficos muy dispares y en los que existía una enorme
diversidad cultural, generó un modelo político unitario (a
partir de la época imperial de modo claro), centrado en Roma, pero
de carácter multicultural (y también multirreligioso) en
el que las influencias centrípetas y centrífugas interactuarán.
Estas dos fuerzas de efectos contrarios se combinarán de modos muy diversos dependiendo de la provincia que se estudie, generando así una complejidad que se resiste a su estudio sintético para el ámbito romano completo (ni siquiera Toutain, 1907ss. se atrevió a emprender un estudio de estas características y el intento de Ferguson, 1970 es muy poco sistemático). Por una parte la tendencia a la homogeneización, la ejemplifican las elites romanas e itálicas y la defenderán generalmente las elites provinciales y los grupos cercanos a las estructuras del poder. Adoptan o mantienen modos culturales que buscan diferenciarse mínimamente del estandar romano, generando un lenguaje común también religioso.
La tendencia a la disgregación se testifica en ámbitos diversos que, de modo voluntario o por la inercia, se mantuvieron en modos culturales con rasgos prerromanos. No sólo se puede realizar una discriminación sociológica (grupos menos romanizados corresponden a grupos desfavorecidos) sino también geográfica (territorios marginales presentan mayor número de rasgos prerromanos). El impacto de los modos religiosos menos alejados del estándar romano se rastrea en zonas en las que el modelo cívico (que los romanos potencian como clave en su estrategia de desarrollo de una sociedad abierta) se implanta de un modo menos perfecto.
Los ámbitos provinciales resultan por tanto muy diversos entre sí y también pueden llegar a presentar notables diversidades zonales (como ocurre, por ejemplo, en la Península Ibérica entre la Céltica y la zona ibero-turdetana). Todo ello conlleva serios problemas a la hora de definir lo provincial y por tanto también la religión provincial.
Uno de los escollos principales radica en la duda de si los romanos realizaron una política consciente tendente a la homogeneización religiosa en los territorios bajo su control o si, por el contrario, no estimaron útil o conveniente actuar en contra de la diversidad religiosa cuya convergencia hacia el modelo plenamente romano se produciría por tanto por mera inercia (por el prestigio de la ideología religiosa de los grupos de elite).
Desde esta perspectiva de análisis resulta necesario renunciar a la diferenciación entre la religión indígena o prerromana y la religión romana. La primera no sería por tanto (y lo sostendremos con ulteriores argumentos más adelante), más que un aspecto de la religión provincial, habida cuenta que, además, la pura religión prerromana no nos resulta accesible puesto que lo único que verdaderamente conocemos es la fase de contacto en la que se emplean soportes de tipo romano (como son los epígrafes) para transmitir la información que nos interesa.
Libres de las constricciones que ofrecían los conceptos de religiones
indígenas y religión romana, para avanzar en la comprensión
de la religión provincial y su gestación emplearemos un ejemplo
muy monográfico (descendiendo a un nivel de investigación
mucho menos general y por tanto necesariamente cargado de aparato documental
y referencial): el de la transformación de los cultos termales en
la zona galaico-lusitana tras el impacto romano.
3) LOS CULTOS TERMALES EN LA ZONA GALAICO-LUSITANA COMO EJEMPLO DE
UNA MUTACIÓN RELIGIOSA DESESTRUCTURADORA (NOTA 1)
Los cultos termales se engloban en la categoría de cultos terapéuticos
pero también en la de acuáticos en el mundo romano, es decir
corresponden al puro ámbito de la religión privada (en el
que el grado de libertad religiosa era máximo). Para determinar
si la situación era la misma en época anterior al impacto
romano tendremos que intentar una reconstrucción hipotética
con los medios que ofrece el análisis comparativo y apoyándonos
en una documentación muchas veces excesivamente fragmentaria.
En la zona galaica algunos lugares en los que surgen manantiales termales se convirtieron en centros vertebradores a nivel comarcal como resultado de ser lugares de consenso bajo la protección de la divinidad que se manifestaba en el poder del agua (Diez de Velasco, 1997). Los romanos aprovecharon el añadido simbólico que poseían los lugares termales para estructurar territorios e insertarlos en las redes de intercambio, actuación que resultaba fundamental en el modelo económico abierto que propugnaban.
El que la función de estos centros fuese la curativa en la época previa al impacto romano parece una obviedad, y resulta de interés plantearse si no es posible que las surgencias de aguas termales cumpliesen otro cometido estructural que quizás se apartaba del ámbito de la sanación (NOTA 2).
Emplearemos como guía en los escabrosos caminos de esta reconstrucción funcional al dedicante indígena del ara a Bo rmanicus de Caldas de Vizella (ilustración 1): Medamus, hijo de Camalus (NOTA 3). Quizás él mismo o quizás un homónimo (recensionados todos en NPH, 425; 313-314) aparece también en Br iteiros, en las inmediaciones de Caldas de Vizella, en una inscripción rupestre (NOTA 4) que parece que se localizaba a la entrada de la pedra fermosa (según indica CIL) y que se relaciona funcionalmente con el monumento. Desde la sistematización de Coelho (1986, 53ss.) se acepta que este tipo de construcciones eran instalaciones de baños pero en una acepción que incluía lo religioso y no se ceñía exclusivamente a lo higiénico (como apunté en Diez de Velasco, 1992, 140 nota 44).
Los estudios de Almagro/Moltó (1992, 88-96) y Almagro/Alvarez (1993, 204-221) han desentrañado una línea de interpretación de la funcionalidad de estos monumentos que permite explicar de modo suficiente la aseveración de Estrabón (3, 3,6) respecto del modo de vida laconio de algunos lusitanos y de su régimen de baños de sudor (usando piedras candentes). Según la interpretación de Almagro estas «saunas» cumplirían como lugares en los que se desarrollaría la ceremonia de iniciación de jóvenes guerreros (el modelo «laconio» se referiría por tanto a eso).
Junto a los monumentos pedra fermosa transformados así en saunas iniciáticas artificiales, la naturaleza ofrecía un producto semejante pero de modo natural: los manantiales hipertermales adecuadamente acondicionados. El único ejemplo del que disponemos de construcción sobre manantial en la zona galaico-lusitana lo ofrece São Pedro do Sul (RP nº 4/110; Frade, 1994 nº 23); los vapores de las aguas hipertermales (a 69º) se utilizaron en un edificio abovedado en época romana. En Caldas de Vizella también las aguas hipertermales (algunos manantiales surgen a 65º) pudieron emplearse para esa prueba de extrema resistencia al sufrimiento que resulta característica en muy numerosas ceremonias iniciáticas (NOTA 5). Además, en un contexto en el que el simbolismo que sustenta el ritual suele ser ingrediente explicativo de primer orden, el agua termal presentaba una potencia significativa extraordinaria. Es una agua inframundana y por tanto mucho más poderosamente probatoria si lo que se trata por parte del iniciando es de afrontar la terrible experiencia de la aniquilación transformadora en la que muerte y vida rasgan sus límites y de la que surge un nuevo individuo capaz de enfrentar una agonía convertida en moneda habitual (en la ética del guerrero) por no ser más que remembranza de la experiencia de la muerte enfrentada en la iniciación (véase en Diez de Velasco, 1995, 97ss. un análisis para el caso griego). La muerte del guerrero céltico, como se desprende del análisis que F. Marco (1994a, 329ss.) realiza de las diademas de Mo nes, se imagina como un tránsito acuático, en una renovación ya definitiva de la iniciación pero quizás también de ese otro camino de inicio que es el del nacer. El ciclo de la vida se resume y simboliza por tanto en el agua, y la termal, agua con potencialidades multiplicadas, se convierte en ingrediente en la estructuración de la sociedad (y el imaginario social) en la zona galaico-lusitana de un modo que deja bien corta a la función terapéutica.
Medamus hijo de Camalus, al engarzar para nosotros Britei ros y Caldas de Vizella, hace que enfrentemos a Borman icus con ojos exigentes que no se conforman con estimarlo divinidad tópica o de las aguas. Este dios tiene que simbolizar algo de mayor complejidad que lo meramente tópico o acuático como valores en sí mismos; éstos no resultan en realidad más que vehículos en una construcción teológica que se quiera coherente (y, a pesar de la desestructuración de los datos de los que disponemos, parece evidente que la coherencia primaba en el imaginario céltico). García Fernández-Albalat (1990, 333-335; 1996, 88) siguiendo la intuición de Almeida (1962, 5ss.) relacionó con Bormanicus el epíteto Bor us que Mar te porta, por ejemplo, en una inscripción de Idanha a Nova (DIP, 233-234: RAP nº223). Aplicando el análisis trifuncional dumeziliano al caso, estima que Bo rus-Bormanicus tendría que ver con la guerra como una faceta particular dentro de su caracterización como dios druídico (la equivalencia, y base de la comparación irlandesa es Dia ncecht, cuyos poderes curativos se manifiestan, además, por medio del agua). Sus cualidades terapéuticas provendrían por tanto, según la autora, de los lazos mágicos que sería capaz de confeccionar por los poderes que le confiere su adscripción a la primera función indoeuropea. Le Roux (1959; 1960) defendió que Borvo-Borm o-Bormano galo era una de las manifestaciones del Apolo céltico, dios sacerdotal, solar, terapéutico (de la primera función) y B. García Fernández Albalat acepta esta caracterización también para el caso hispano.
Pero todo este esquema explicativo, desde la hipótesis iniciática que tras los pasos de Almagro estamos redimensionando, cobra una nueva virtualidad. B orus no extraña hermanado con Marte en la Península Ibérica si aceptamos su cualidad de dios que preside la iniciación guerrera; y tampoco parece difícil de explicar la diversa opción por Ap olo en las Galias. El sistema social céltico en la zona gala poseía un grado de complejidad que permitió (y potenció) el desarrollo (y preeminencia) del complejo sacerdotal-soberano de un modo que no parece que se produjese en la Céltica hispana (NOTA 6). Aunque los estudios de Marco (1987, 70ss.; 1993, 498ss.; 1994, 335), Sopeña (1987, 64ss.; 1995, 43ss.) o García Quintela (1991, 35ss.; 1992) insisten (con buenas razones) en las evidencias de la existencia de un grupo sacerdotal consolidado en la Céltica hispana, no parece que se hubiese dotado de un sistema jerárquico y estructurado; de ahí que las sutilidades y complejidades teológicas que eran capaces de generar y hacer aceptar por el resto del grupo social (y que podían redundar en la supravaloración de su papel en los mecanismos imaginarios de explicación y gestión) fuesen menores que las de, por ejemplo, los bien asentados druidas galos. Más semejantes en su estructura social (menos compleja) e imaginaria a pueblos indoeuropeos como eslavos o tracios (hecho apuntado en Diez de Velasco, 1994, 556ss.) o germanos (entre los que parece primar la importancia estructural de los grupos de guerreros), los galaico-lusitanos (y en general los celtas hispanos) pudieron maximizar el papel de las divinidades de la guerra (algo que se destaca en trabajos como los de Bermejo, 1981; García Fernández-Albalat, 1990 o Ciprés, 1993), que desbordarían sobre el campo funcional de las de las soberanas (en un fenómeno que tiene semejanzas bien contrastadas entre los germanos).
Desde esta perspectiva la actuación romana, al transformar en meros dioses acuáticos y tópicos a estos complejos pobladores sobrenaturales célticos de las aguas termales, se nos muestra en su verdadera cualidad de labor de desestructuración de hondo calado. El simbolismo antropogénico, iniciático y escatológico del agua se convertía en mera funcionalidad salutífera. El dios que estructuraba la sociedad ofreciendo un modelo explicativo del papel fundamental de los grupos de guerreros (y su estatus característico, cuya adquisición propiciaba la ceremonia iniciática) quedaba enlazado y reducido al mero manantial, metamorfoseado en dioses de nombre diferente (por ejemplo, en la zona noroeste de la Península Ibérica en las Ninfas, un culto cuya presencia en este territorio -Santos y Cardozo, 1953; Caessa, 1990- es demasiado importante para desdeñar una actuación consciente para potenciarlo) (ilustración 2).
Así el rito que testifica la epigrafía en época romana nos parece extremadamente sencillo, de un reduccionismo angustioso (dios y enfermo pactan como comerciantes el precio de la salud reflejado en un trozo de piedra escrita). En la época prerromana el agua además de curar (en una polifuncionalidad que podía ser entendida de modos diferentes dependiendo del grupo que la empleaba), servía para marcar el papel de cada cual (o cuando menos de los guerreros) en el seno del grupo social; para estructurar, identificar, agregar, en una riqueza ritual sin el menor atisbo de sencillez y privacidad.
La desestructuración ideológica de la sociedad galaico-lusitana
que alcanzan los romanos al transformar, por ejemplo, el culto de Bormanicus
en el de las Ni nfas se nos muestra desde esta nueva luz como un instrumento
fundamental en la homogeneización que es la romanización
(y que toleró lo indígena --y sus diversos renaceres-- pero
desdotado de sus valores explicativos antiguos). Otros ritos (de raigambre
extranjera) sirven ahora para estructurar, identificar y agregar porque
la sociedad es más compleja y el territorio se inserta en la calidad
mermada de ámbito provincial, en un conjunto cuya cohesión
proviene justamente de la desestructuración de las particularidades
incompatibles. El modelo romano para «amaestrar» a la Céltica
hispana y situarla a un nivel aceptablemente homogéneo (desde el
punto de vista ideológico) respecto del resto del mundo romano consistió
en reducir para igualar. En nuestro caso se optó por potenciar un
rito cuya sencillez y privacidad ilustran su limitación.
4) EL PROBLEMA ROMANIDAD/INDIGENISMO: LO HISPANO-ROMANO COMO SINTESIS
Los conquistadores romanos, como acabamos de ver, desestructuraron
los cultos que sustentaban un sistema social que podía resultarles
peligroso, pero nunca tuvieron interés por destruir y homogeneizar
los cultos que no presentaban este tipo de peligro (hasta el dominado y
en particular la conversión del cristianismo en religión
de estado). Pervivieron los cultos indígenas que, además,
servían de barómetro de la romanización (en el sentido
de aceptación de los valores --también ideológicos-religiosos--
de lo romano). La variedad de cultos ilustra la variedad de estatus en
el variopinto sistema social del Imperio Romano; los extremos los marcaban
por una parte los indígenas que daban culto a sus dioses ancestrales
(aunque con un campo significativo mermado, como hemos visto) y por la
otra la elite romana que escogía dioses plenamente romanos (y en
algunos casos en su acepción más soberana), que a la par
que testificaban la piedad personal se convertían en escaparates
del acatamiento a los símbolos religiosos del poder y la preeminencia
romana (el culto imperial o a las divinidades de la tríada capitolina
resultan ejemplares). Las posibilidades intermedias eran muchas, ilustrando
los matices del dinamismo del culto y los fenómenos de aculturación
y sincretismo religiosos, que se combinaban, además, con el juego
de fuerzas centrípetas y centrífugas del que antes hablamos
y que lleva a que, a pesar de que no lo conozcamos todo lo bien que deseásemos,
haya también una diversidad cronológica que no siempre sigue
la dirección de la potenciación de lo centrípeto (distinguiéndose
épocas en las que aumentan las tendencias hacia la diversidad cultural
y religiosa provincial).
Desde este punto de vista el problema romanidad-indigenismo cobra un
significado matizado. Al tratarse de sociedades en mutación que
se expresan en objetos importados (la simple opción por el epígrafe
como vehículo de transmisión de un acto ritual ya es aculturación),
el fenómeno del indigenismo se testifica en grados pero no en estado
puro. Partimos por tanto de un punto que en última instancia desconocemos
(los cultos prerromanos) y se nos desvelan facetas de lo que pudo haber
sido, pero bajo el filtro de la cultura que justamente, por su impacto,
provocó una radical mutación en el objeto de estudio. El
«respeto» romano hacia las divinidades de los pueblos que sometieron
se detenía, como vimos, en el límite que marcaba la defensa
de la nueva cohesión que Roma representaba. Por tanto los cultos
de solidaridad e identificación de las agrupaciones indígenas,
que resultaban competitivos con el nuevo modelo propugnado por la potencia
vencedora (un modelo abierto en el que la cohesión la otorga Roma
y en el campo sobrenatural las divinidades soberanas que la representan
--en época imperial también el culto a los emperadores--),
no tenían posibilidades de ser respetados. La despolitización
de la religión ancestral, su traslación del campo de lo público
al de lo privado, modificó en tal medida la religión prerromana
que resulta un error denominarla indígena, como expusimos antes.
Se trata de una religión mestiza en la que se produce un fenómeno
de progresivo sincretismo (en el que los mecanismos del préstamo
y la aculturación religiosos modifican los cultos), difícil
de sistematizar plenamente a pesar de los varios intentos realizados por
diversos investigadores tanto en lo que se refiere al fenómeno en
general (bien complejo de definir, véase por ejemplo Pye, 1971;
Colpe, 1987 o Lupo, 1996), como en el mundo antiguo (Levêque, 1975;
Chirassi, 1973; Motte/Pirenne-Delforge, 1994; Alvar, 1993, entre otros)
o específicamente en la Península Ibérica (Etienne,
1973; Blázquez, 1981; 1986; Domínguez Monedero, 1985; Plácido,
1988; Encarnação, 1993; 1993a; García Fernández-Albalat,
1985; Marco, 1996, entre otros). Su correcta denominación por tanto,
sería, en mi opinión, religión provincial romana y
específicamente en el ámbito que tratamos religión
hispano-romana.
5) LA RELIGION PROVINCIAL ROMANA EN LA PENINSULA IBERICA: DIVERSIDAD
y DINAMICA
El concepto de religión provincial resulta, por tanto, de cierta
utilidad en cuanto permite avanzar en el análisis de la dinámica
religiosa de un modo mucho más adecuado que si se separan los ámbitos
indígena y romano como si resultasen independientes.
De todos modos, como ocurría en general para el ámbito romano y también se constata, por ejemplo en territorios que parecen compactos culturalmente, como las provincias galas o africanas (cuando se desciende al nivel de análisis regional o local), tampoco existe homogeneidad en las provincias hispanas. Los territorios en los que el impacto de las poblaciones coloniales prerromanas fue mayor presentan una fase sincrética previa que se hereda (y desarrolla) en época romana. El ejemplo de los territorios de la franja costera meridional de la Península es ilustrativo puesto que el impacto romano no tuvo como resultado la adopción del modelo cívico y de economía abierta como ocurrió en la mayoría de la Céltica hispana. Por el contrario, los romanos toman contacto con sociedades que estaban insertas en un mundo de intercambios centenarios, en el que el mestizaje cultural era moneda común, y que convergía en la confección de lenguajes mutuamente aceptables (también en lo referente a la religión). La interpretatio romana resultaba sencilla puesto que los parámetros para la aproximación tenían precedentes y modelos (pensemos en la figura divina del Hércules-Melkart gaditano o en la helenización de las divinidades púnicas). El ámbito semita, el ámbito ibérico convergieron de modo menos traumático hacia el modelo romano que el ámbito céltico y no solamente porque la conquista fuese más antigua (este proceso se produjo de ese modo justamente por la menor discrepancia entre los sistemas sociales en interacción). No es por tanto de extrañar que en esos territorios la caracterización de lo provincial sea mucho menos evidente, las divinidades invocadas y los modos de culto muy cercanos a los que se testifican en el centro del imperio. Hay que tener presente también que el impacto de la población foránea (romana, itálica, oriental) fue antiguo y profundo y resultó en mucha mayor medida un factor de homogeneización también cultural (latinización, aceptación de los modelos de vida, de las prácticas religiosas).
La interacción centro-periferia se reproduce en el nivel provincial en cuanto ciertas ciudades (las colonias, también a la larga los municipios) se erigen a semejanza de Roma y organizan sus cultos como la metrópoli. Actúan como centros potenciadores de la homogeneidad, mitigadores de la diversidad (que, además, progresivamente toma caracteres de marginalidad), aunque también pueden mostrarse como crisoles en los que el mestizaje se manifiesta (al incluirse en ellas poblaciones que mantienen en el ámbito de lo privado, formas de expresión religiosa de carácter prerromano).
Caben por tanto cultos indistinguibles de los de la propia Roma, indistinguibles de un estándar religioso que homogeneiza todo el territorio del imperio y que puede hacer idénticos epígrafes dedicados a dioses plenamente romanos (por ejemplo, invocaciones a dioses de la Tríada Capitolina) en ámbitos tan dispares como las provincias hispanas (véase el estudio de Delgado, 1993 para la Bética), galas, africanas o danubianas. Pero, a la par, caben invocaciones a divinidades claramente hispanas que no aparecen en otros territorios del imperio (salvo por voluntad particular de algún hispano emigrado). Incluso caben divinidades que ilustran lazos anteriores al control romano entre territorios sin vínculos principales en época romana (como por ejemplo el antes citado dios termal Bormanicus de Caldas de Vizella que tiene una notable parentela de casi homónimos en el territorio galo -ilustración 3-).
La religión provincial es por tanto un concepto complejo, que se refiere a realidades muy diversas, que ilustra la marginalidad de pobladores y territorios, las diferencias cronológicas o sociales (los miembros de la elite tienden a asumir un lenguaje común panromano, también en la religión; las gentes comunes pueden gozar de mayor libertad para mantener cultos con algunas características no romanas). Pero, además, hay que tener en cuenta que la interacción principal que estamos poniendo en evidencia, que se refiere a formas religiosas prerromanas y romanas, no es la única. Empezamos viendo que el modelo religioso romano no es homogéneo, sino cambiante, la interacción con ciertos ámbitos provinciales, las influencias orientales, fueron modificando también esa forma religiosa estándar de Roma. El impacto de los cultos egipcios, de la religión de Mitra, de las religiones mistéricas-orientales en general, fueron configurando un producto religioso sincrético que penetró también en el ámbito provincial hispano de modos también muy diversos (véanse los estudios de Alvar, 1981; 1993a-b; 1991 sobre sociología del culto) y que no puede desgajarse en un estudio sobre religión provincial. Como tampoco es lícito (por mucho que su desarrollo posterior le haya dotado de una preeminencia que tendió a identificarlo como algo radicalmente diferente a todo lo anterior), plantear que el impacto del cristianismo (por muy mínimo que fuese en las épocas más antiguas en las provincias occidentales) no pueda analizarse como un producto más en la oferta sincrética religiosa del Imperio Romano (otro tanto ocurre con el judaísmo).
Para terminar esta breve caracterización de la religión
provincial romana en la Península Ibérica habría que
tener presente el concepto de polisemia. En ambitos tan diversos como los
que hemos revisado, a pesar de que se tendiese hacia una homogeneización
que terminase nombrando a la romana, por ejemplo, divinidades o rituales,
la percepción de los mismos pudo ser muy distinta. Los dioses eran
polisémicos, percibidos de modo diverso a pesar de la identidad
que intentaba instaurar la interpretatio. El Hércules de
Gades (estudiado por García y Bellido, 1963 y recientemente por
Mangas, 1996), por ejemplo, podía ser comprendido de modos diferentes
por un gaditano de estirpe o por un gaditano descendiente de itálicos
o romanos. Las Ninfas no son lo mismo ante los ojos de un romano (que puede
incluso darles culto sin creer en ellas, simplemente por el prestigio que
refleja la piedad transformada gracias a la epigrafía en medio de
propaganda) que para un galaico (inserto en una ideología que estima
la curación directamente deudora de la intervención de la
divinidad que moraba imaginariamente en el manantial).
Es muy posible que esta indeterminación dejase demasiados cabos
sueltos, resultase un instrumento de control demasiado fluctuante, permitiese
una variabilidad ideológica nociva para los intereses del modelo
piramidal estricto que se instaura ya claramente en el dominado y que renuncia
a la separación entre el ámbito de lo público y lo
privado. Así, la mucho mayor homogeneidad que ofrecía en
este momento el cristianismo (en el que la religión pública
y la privada terminan siendo indistinguibles), resulta una de las claves
de su éxito. Desde este punto de vista, el cristianismo se nos muestra
como el instrumento definitivo para la disolución de la religión
provincial romana, es decir el producto clave para la preeminencia del
centro sobre la periferia, para la preeminencia, pues, de la religión
romana (aunque el centro terminase disolviéndose y la religión
romana pasase bajo el control de un nuevo pontifex maximus de carácter
bastante diferente).
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NOTAS
1.Esta argumentación se desarrolla in extenso en Diez de Velasco 1998, partes 2,1 y 3,1.
2.Si optamos por emplear un análisis dumeziliano que (por lo menos desde el punto de vista teórico y con todas las reservas -ya que muy pocos son todavía los que lo estiman útil en el caso hispano, siendo notables excepciones M García Quintela o B. García Fernández-Albalat, 1996 para una síntesis general-) quizás pueda resultar instrumento útil para comprender la ideología de pueblos célticos hispanos (-y por tanto herederos del imaginario indoeuropeo-), la sanación se englobaría en la tercera función, salvo en el caso en que ésta se produjese por la acción de la mera magia (que la convertiría en una actividad de tipo protofuncional). Para la hipótesis que se desarrolla en este apartado el empleo de la terminología y del análisis trifuncional no resulta, de todos modos, imprescindible, aunque probablemente ofrezca un marco explicativo general más sólido.
3.Medam/us Camali / Bormani/co v(otum) s(olvit) l(ibens) m(erito) (CIL II 2402; ILS n. 4514a; ILER n.768; CMMS, 26 foto; RPH, 172 fig.73; DIP, 145 foto 18; RAP n. 37).
4.Cor[..] / Abe[..] / Medamus / Camali (CIL II 5594; CCMS, 15: CIRUNO n. 18; HEp, 5 e.p., con matices de lectura).
5.El rito real lo estudian Schlegel y Barry, 1979 (siguiendo los pasos de G.P. Murdock y D.R. White y su "Standard Cross-Cultural Sample") destacando la presencia de pruebas de sufrimiento (diferentes de las de tipo sexual) en el 32% de los casos estudiados de iniciaciones masculinas y en el 25% de las femeninas. Por ejemplo, en el caso de la iniciación de Teseo, el rito imaginario aúna el ámbito del espacio incógnito (el laberinto) con pruebas de catapontismo y sofocación (véase Diez de Velasco, 1992b; 1998b, cap.III).
6.Tanto en este trabajo como en los anteriores que he dedicado a este tema (en especial 1985; 1987, 41ss.; 1991; 1992) he estimado que englobar la zona galaico-lusitana dentro del territorio de la Céltica resultaba la hipótesis más explicativa (por ejemplo de la presencia de dioses termales como Bormanicus o Cohvetena), aunque soy consciente de que se trata de un tema en el que no existe consenso.